LIBRE OPINIÓN
Hugo Blanco o el político como artista
<< el misti urbano se convirtió en campesino indio, por el lenguaje y por la ropa. Por eso, devino en el artista de una sola máscara y de un solo acto. Aunque ensayó otras representaciones, como el trots...>>
Hugo Blanco fue, ante todo, el político como artista. Ha muerto, y ha pasado a la historia. Su máscara más importante y sincera fue la del indígena arguediano. El mismo José María Arguedas asumió la tarea urgente de decírselo, en la carta que le envía a la Isla El Frontón: “Quizá habrás leído mi novela Los ríos profundos… En ese libro… Esos piojosos diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con sus lenguas, hombres despreciados por las mismas comunidades, esos, en la novela, invaden la ciudad de Abancay sin temer a la metralla y a las balas, venciéndolas… ¿Y después hermano? ¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda, de los pisoteados el más pisoteado hombre de nuestro pueblo? ¿De los asnos y los perros, el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo?”. Blanco, aunque foucaultiano inconsciente, asumió que él es un artista y que su vida en sí misma es un arte. Se mimetizó hasta el absoluto: el misti urbano se convirtió en campesino indio, por el lenguaje y por la ropa. Por eso, devino en el artista de una sola máscara y de un solo acto. Aunque ensayó otras representaciones, como el trotskista y el post extractivista, éstas fueron secundarias. Michel Foucault entendía que el arte podía ser también una forma de la experiencia vital. Distinguió tres campos en la genealogía artística propia de la relación del individuo consigo mismo, en tanto ésta signifique actividad creadora: “Primero, una ontología histórica de nosotros mismos en relación con la verdad, en virtud de la cual nos constituimos como sujetos de conocimiento; segundo, una ontología histórica de nosotros mismos en relación con el campo del poder, en virtud del cual nos constituimos como sujetos que actúan sobre los otros; y, por último, una ontología histérica de nosotros mismos en relación con la ética, en virtud de la cual nos constituimos como agentes morales”. De verdad, Blanco es poseedor de una genealogía político-artística en la cual están presentes los tres campos o ejes foucaultianos. De semejante argamasa, resulta que la verdad histórica y la consecuencia moral de la lucha contra el poder oligárquico resignificadas en su historia de vida devienen en narrativas absolutamente construidas. Blanco siempre tuvo la suerte de ser promovido. Tanto que, al comienzo y al final de su vida, encontró en sus propios detractores a los principales promotores de su carrera. Una y otra vez: en su estreno, en 1961, Pedro Beltrán a través del diario La Prensa lo presenta sobrevalorado, lo hace romper los estándares de su tiempo, y lo convierte en mito vivo; y hoy, a su muerte, en el 2023, cierta derecha lo presenta como terrorista, asesino, pero el efecto social es inverso y lo convierte en mito redivivo. La última obra sobre él fue el documental “Hugo Blanco, río profundo”, y representó el retorno arguediano y foucaultiano del personaje como una trama recurrente en la reconstrucción ética y estética de sí mismo; por supuesto, también fue la reactualización de nuestro debate más significativo: el gran proceso cultural originado por la reforma agraria en nuestros últimos cincuenta años. Él, sus panegiristas, y sus detractores, han hecho de su historia de vida una obra de arte histérica. Pero, debe quedar escrito el imperativo de salvaguardar la verdad histórica: he entrevistado a Gerardo Benavides Caldas, viejo profesor sanmarquino y enciclopedia viva de la historia de la izquierda peruana, acerca del hecho concreto de la muerte del guardia civil en el puesto policial de Pucyurá, el 13 de noviembre de 1962. Benavides me autorizó a escribir que un integrante de la brigada Remigio Huamán y partícipe del acontecimiento, estando ambos en prisión, le contó que Hugo Blanco no mató al guardia civil Hernán Briceño, que la escena del golpe de barreta en el cráneo es falsa, y que –en verdad– el autor del disparo al guardia civil Hernán Briceño fue un tal Pedro Candela. No fue terrorista. Insisto, fue artista. Jean Paul Sartre lo salvó de la pena de muerte, Juan Velasco Alvarado lo indultó de la pena de cárcel, pero su absolución más grande se la otorgó Arguedas: “Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma”. Finalmente: fue un político artista por la máscara, pero también por la transgresión de su tiempo, pues su reforma agraria es expresión artística moderna. Hugo Blanco, o el político como artista, hizo avanzar la historia.